Impuestos a perros, caballos, puertas y ventanas
Hablar de los decretos de Antonio López de Santa Anna es hablar de lo inverosímil. Este “benemérito de la patria”, “general de división” y “gran maestro de la Orden de Guadalupe” legisló, creando singulares impuestos, entre los que destacan las contribuciones que impuso a los propietarios de perros y caballos; los impuestos por cada puerta y ventana de las fincas rústicas y urbanas;
Impuestos a perros, caballos, puertas y ventanas
Juan Roberto Zavala
Hablar de los decretos de Antonio López de Santa Anna es hablar de lo inverosímil. Este “benemérito de la patria”, “general de división” y “gran maestro de la Orden de Guadalupe” legisló, creando singulares impuestos, entre los que destacan las contribuciones que impuso a los propietarios de perros y caballos; los impuestos por cada puerta y ventana de las fincas rústicas y urbanas; los que impuso a cada varón de 16 a 60 años, por el solo hecho de serlo, así como los que gravaban, tanto a los coches particulares, como a los de alquiler. Ojalá que el actual Secretario de Hacienda no lea este artículo, pues podría tener malos pensamientos.
Todos recordamos que junto al puesto de Presidente, que por el año de 1853 ocupaba, debería dársele el tratamiento de Alteza Serenísima, como anexo al cargo.
Así bien, de entre las descabelladas leyes que el Presidente Alteza Serenísima, dictó – en las diferentes ocasiones que tuviera el poder en México – destacan las del tres de octubre de 1853.
Estas leyes imponían contribuciones de un peso mensual – gran cantidad para aquella época – a toda persona que fuera propietaria de un perro. Ya se imaginará el lector lo que debería pagar el dueño de una jauría. Es de hacerse notar lo novedoso del sistema tributario, ya que su Alteza Serenísima no se limitó a fijar el pago, sino que clasificó a estos animales en diversas categorías.
Así, los canes se dividían en tres clases. Los que servían para el resguardo de casas o intereses; los de lujo, o sea aquellos que se empleaban en la cacería o por el simple gusto de tenerlos y por último, aquellos que se dedicaban a trabajos, como los que cuidaban rebaños de ovejas.
Por todos y cada uno de los perros se pagaba. Sin embargo – con gran sentido de justicia – Santa Anna exceptuó del pago de este impuesto a los dueños de aquellos animales que servían de guía a los ciegos.
Asimismo, se reglamentaron las penas que deberían imponerse a los evasores de esta ley, las cuales iban desde multas de veinte pesos, por cada infracción, hasta la pérdida o muerte de los animales.
Por lo que toca a los equinos, don Antonio López de Santa Anna también los hizo entrar en el régimen tributario.
Por esa época los caballos no eran artículos de lujo, sino de primerísima necesidad. Al lomo de ellos nuestros compatriotas de esa época viajaban de uno a otro lugar. Con caballos se transportaban la mayor parte de las mercaderías. De ellos dependían también los servicios públicos de transporte.
A pesar de eso, se impuso una contribución de uno a dos pesos por cada caballo frisón y de silla. Sólo se exceptuaron los que eran propiedad del Presidente de la República, del ejército, de los curas y vicarios y los que servían a los hospitales.
Por supuesto que estas leyes – ya de por sí difíciles de hacer efectivas – causaron gran descontento en todo el país, lo que ocasionó que tuvieran una corta vida.
Son dignas de recordarse, también, las leyes dictadas el 7 de abril de 1842, sobre los objetos de lujo y las que imponían gravámenes a todo varón de 16 a 60 años.
No contento Santa Anna con todo esto, decretó tributos de dos pesos por cada canal de agua, pequeño o grande y medio real diario por cada puesto fijo o ambulante.
Asimismo, se promulgó una ley reduciendo a prisión hasta por dos meses y multas hasta de doscientos pesos a toda aquella persona que censurara los actos del Supremo Gobierno.
Normalmente los decretos de este presidente daban principio así: “Antonio López de Santa Anna, Benemérito de la Patria, General de División, Caballero Gran Cruz Real y Distinguida Orden Española de Carlos III y Presidente de la República Mexicana, a los habitantes de ella, sabed”.
Más adelante, el 9 de enero de 1854, don Antonio López de Santa Anna estableció gravámenes sobre las puertas y ventanas de las fincas urbanas y rústicas de toda la República. En la época los mexicanos, indignados, se oponían diciendo: “eso es pagar impuestos por el aire que entra a las fincas”.
La cuota a pagar era de cuatro reales a los zaguanes, cocheras, puerta de tienda o casa-habitación. Igualmente debería pagarse tres reales por cada ventana y balcón, aunque estuvieran dentro de cercas, tapias o haciendas.
Para los suburbios de las ciudades la cuota era más moderada, debiendo de cubrirse solamente una contribución que iba de tres cuartillas, a un real. El pago del que hablamos era mensual y cubría tanto a la ciudad de México, como a las capitales de los departamentos y a las ciudades, villas, pueblos y haciendas.
Con gran magnanimidad, Santa Anna exceptuó de este pago a las fincas nacionales, iglesias (que en ese tiempo no eran propiedad de la nación), edificios municipales, conventos y hospitales, hospicios y colegios de gobierno.
Los propietarios de fincas de la época, para defenderse de ese ridículo e injusto sistema impositivo, tapiaron algunas de sus puertas y ventanas.
Por lo que toca a los coches, no crea el lector que la tenencia – que año con año pagamos en las oficinas de Hacienda o estatales – es una novedad dentro del sistema tributario mexicano. Ya Santa Anna había impuesto una contribución de cinco pesos por cada coche, carretela o carruaje de cuatro o más asientos y otra de dos pesos y medio por los de dos asientos.
Asimismo, los coches de alquiler que circulaban por la capital del país deberían pagar de tres a quince pesos.
Sólo se exceptuaba del pago de este impuesto a los propietarios de carruajes destinados al servicio de parroquias, los de uso del jefe supremo de la nación, del Ilustrísimo Señor Arzobispo y de los representantes de las naciones extranjeras.
Por último queremos hacer mención, que por decreto del 20 de mayo de 1853, el Caballero Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III, dispuso que todas las poblaciones de la República dejasen de tener ayuntamientos, a excepción hecha de las que tuvieran categoría de capitales o distritos.