Napoleón y el nepotismo
Al concluir la partida de ajedrez con un definitivo jaque mate, producto de un excelente planteamiento inicial y una bien cuidada táctica de juego, que le dieron clara ventaja desde el principio, Napoleón Bonaparte se fue deslizando sobre la silla e inclinándose hacia adelante, a la vez que se colocaba el bicornio…
Hacia nuevas políticas públicas
Al concluir la partida de ajedrez con un definitivo jaque mate, producto de un excelente planteamiento inicial y una bien cuidada táctica de juego, que le dieron clara ventaja desde el principio, Napoleón Bonaparte se fue deslizando sobre la silla e inclinándose hacia adelante, a la vez que se colocaba el bicornio, su querido sombrero de fieltro negro que siempre lo acompañaba en las batallas, se levantó de la mesa en la posada de la Belle Aliance donde, después de cenar con su estado mayor, había permanecido en total concentración durante más de tres horas.
Su excelente capacidad de fijar la atención, aunada a una rápida flexibilidad mental, le habían permitido recordar, entre jugada y jugada, la ocasión en que viajó a Viena, Austria y se enfrentó, en varias partidas que perdió, a “El Turco”, que entonces se creía era una máquina con cables, engranes y poleas.
Este “jugador autómata” había sido construido por el científico eslovaco Wolfang Von Kempelen y su fama se había extendido por numerosos países, aunque después se supo que el mueble de madera donde estaba colocado el maniquí vestido con turbante y túnica, permitía esconder en su interior a un hábil ajedrecista que lo operaba.
La partida en la Bella Aliance se había desarrollado a partir de las nueve de la noche del día 17 de junio de 1811, hasta los primeros minutos del día 18, pues desde su regreso a Francia, después del Tratado de Fontainbleu, firmado el 11 de abril de 1814, en el que se acordó la renuncia de él y su familia a todos los derechos de soberanía en Francia e Italia y a todos los territorios bajo su dominio y de su escape y regreso del exilio en la Isla de Elba y la campaña de Bélgica; casi no dormía.
Por eso, diariamente se acostaba tarde y se levantaba temprano y más esa noche, en que al día siguiente enfrentaría a su ejército con las tropas británicas, holandesas y alemanas, comandadas por el duque de Wellington y al ejército prusiano del mariscal de campo Gebhard Leberecht von Blucher.
En esa posada de la campiña belga, cerca de la ciudad de Waterloo, el emperador había establecido su cuartel general provisional y ahí, entre mapas y mariscales, selló su destino, que lo llevaría al exilio definitivo en la Isla de Santa Elena.
Al voltear hacia la chimenea donde los troncos ardían, dando calor e iluminando la estancia, pensó en sus soldados que estaban soportando la lluvia, pues aunque algunos se refugiaron ocupando los edificios de las pocas granjas de la zona, una buena parte resistían cubriéndose solo con ramas y sus abrigos.
Ahí, de pie, observó la alfombra de color rojo, los biombos que separaban la estancia del resto de la posada, las lámparas, las mesas, las botellas vacías y a sus generales y mariscales, quienes a la par se habían levantado y aunque sabía que le esperaba una noche de desvelo, se despidió y por un corredor largo y angosto se dirigió a descansar a su habitación, donde esperaría las cuatro de la mañana para revisar nuevamente la estrategia que le permitiría, así lo pensaba, ganar la batalla.
Al llegar y como todos los días previos al combate, se encontraba sereno, como si nada fuese a suceder en las horas siguientes. Se sentó en el taburete del peinador y mirándose fijamente en el espejo recordó, con gran satisfacción, la época que consideraba la más importante de su vida y lo más grandioso que le había sucedido a su país: su coronación por sí mismo, con la presencia y anuencia del papa Pio VII, como emperador de Francia.
Para él, esa coronación el 2 de diciembre de 1804 en la catedral de Notre Dame, en París, representaba la voluntad y el amor de su pueblo, no solo por las conquistas y alianzas con las que su genio militar había dado a Francia el control de casi toda Europa Central y Occidental, sino porque además, en unos cuantos años, reorganizó la administración del país, previamente convulsionado por la Revolución Francesa; estableció el Código Napoleónico y otras leyes que garantizaron los derechos y libertadas obtenidas, como la de cultos, y sobre todo la igualdad ante la ley.
A su memoria vino, hasta en los menores detalles, la impecable ceremonia de coronación, como las pesadas ropas que vestía, la corona de laurel que le ceñía la cabeza; la coronación que hizo, como emperatriz, de Josefina de Beauharnais, la asistencia de sus amigos y parte de la familia, así como la bendición que les otorgó el Papa.
Pero junto a ese regocijo, a esa autocomplacencia por haber alcanzado la plenitud como militar y como gobernante, le acompañaba otra satisfacción muy especial, que era como un camino paralelo a la felicidad: el amor y el apoyo material que con bienes de la nación, empleos y cargos públicos obsequiaba, sin importar sus méritos, a su madre, hermanos, familiares y amigos.
Aunque esta predilección por designar a parientes y amigos en cargos públicos y a algunos hasta colocarlos en tronos de Europa; en varias ocasiones le había dado problemas, pues le era difícil exigirles eficacia y dedicación a sus labores; el hacerlo le proporcionaba una emoción placentera que lo fortalecía y le daba también el impulso y la energía necesaria para tomar decisiones.
En ese momento trajo a sus recuerdos a José, el mayor de sus siete hermanos, que para la época vivían, a quien quería y admiraba, pues a la muerte de su padre, a los diecisiete años de edad, se hizo cargo de la familia y después estudió leyes, obteniendo el título de Doctor en Derecho, para iniciar una brillante carrera como político y diplomático.
De ella recordó que había sido diputado en el Consejo de los Quinientos, en la época del Directorio y que, enviado por él, durante las Guerras Napoleónicas, firmó tratados con Estados Unidos, Austria y el Vaticano.
Y entonces lo invadió una sensación de triunfo y una inefable alegría pues recordó haberlo nombrado, el 30 de marzo de 1806, Rey de Nápoles, donde hizo una serie de reformas sociales y administrativas, eliminando el sistema feudal y también que más adelante, el 7 de julio de 1808, lo coronó Rey de España y de las Indias, pues con la abdicación de Bayona, Carlos IV y Fernando VII le habían cedido la corona.
Sólo ensombrecían ese recuerdo las dificultades que José encontró en España, pues el pueblo no lo reconoció como su soberano, llamándole, por su afición a la bebida, con los motes de Pepe Botella y Pepe Plazuelas y porque la resistencia del pueblo español, aunado a las derrotas que tuvo el ejército francés en 1813, lo obligaron ese año a abandonar España.
Después del triunfo de mañana, se dijo, recuperaré lo perdido y volveré a nombrarlo rey de España, con todo el apoyo de mi imperio.
En medio del silencio de la habitación y la tenue luz de la lámpara que la iluminaba, el recuerdo de su hermano José lo llevó al de Joaquín Murat, su amigo y cuñado, que en 1800 se había casado con Carolina, su hermana menor, al que por su valor y méritos militares designó, primero, comandante de la primera división militar y gobernador de París, y tras su proclamación como emperador, Mariscal y Gran Almirante del Imperio.
Al ingreso de las tropas francesas a España lo había enviado con el rango de comandante del ejército y gobernador de Madrid y más adelante, en julio de 1808, lo nombró Rey de Nápoles, donde impulsó las artes y realizó numerosas obras públicas.
No importa, pensó, que temiendo una total derrota del ejército francés y con ello la pérdida de su reinado en Nápoles, Joaquín haya establecido negociaciones, primero con los ingleses, mis acérrimos enemigos y más adelante, a la derrota francesa en la Batalla de Leipzig, con los austriacos, mis otros importantes adversarios.
Después de mañana, se dijo, lo volveré a acercar y nuevamente será el más importante de mis generales.
En ese instante tuvo un vívido recuerdo del rostro de Luis, uno de sus hermanos menores, a quien, a los veinticinco años de edad, había hecho general de Francia y el 5 de junio de 1806 colocó como Rey de Holanda.
Con tristeza recordó que aunque durante su reinado en los Países Bajos, su hermano se había ganado el cariño y el respeto de los holandeses, quienes se referían a él como “Luis el Bueno”, se había visto precisado a pedirle su abdicación, lo que hizo el primero de julio de 1810. Esto, por la negativa de su hermano de contribuir con tropas de los territorios bajo su control, para la campaña en Rusia.
Apasionado, altivo y colérico como era, esa noche, por primera vez, Napoleón fue capaz de comprender el sentido del deber y el cariño de su hermano por la nación que él mismo le había entregado y en su interior encontró uno de los más bellos signos del ser humano, el perdón.
Otro de los hermanos, a quien para esa época recordaba con gran respeto, era Luciano, quien había sido miembro y después, en 1799, presidente del Consejo de los Quinientos y uno de los artífices del golpe de estado del 18 Brumario, que terminó con El Directorio, forma de gobierno de la Revolución Francesa, lo que le permitió convertirse en el primer cónsul de la República Francesa y le facilitó su coronación, el 2 de diciembre de 1804, como Emperador de Francia.
Estos pensamientos le recordaron también las diferencias ideológicas que tenía con su hermano, pues a pesar de que por poco tiempo ocupó el Ministerio del Interior, Luciano seguía siendo, como desde muy joven, un revolucionario y celoso jacobino, defensor de la soberanía popular y el sufragio universal.Tal vez por esa rebeldía, reflexionó,él era el consentido de mi madre.
A pesar de ello, se dijo con satisfacción, por ser mi hermano y por su calidad de intelectual, apasionado de los espectáculos teatrales y famoso coleccionista de obras de arte, en 1800 lo nombré embajador de Francia en España y aunque por nuestras diferencias entre 1810 y 1813 residió en Italia y luego fue capturado por los ingleses, que lo encarcelaron en Inglaterra hasta 1814; desde mi regreso del exilio en la isla de Elba tengo su total apego y fraternal lealtad.
En ese instante vino a su memoria el jardín de su casa en Córcega y en él a Jerónimo, su hermano menor, con quien compartió juegos y alegrías y gratamente recordó que en esos primeros años de su vida, todas las noches, antes dormir, venía a su cama para jugar un rato.
Para él había creado, por decreto de 18 de agosto de 1807, el reino de Westfalia, con territorios cedidos por Prusia a Francia, como los electorados de Hanóver y Hesse y otros arrancados a la misma Prusia, como el principado de Halberstadt y los territorios del ducado de Magdeburgo y gratamente recordó que la bella ciudad de Kassel fue la capital del reino.
Aunque la corona y el reino mismo tuvieron una duración muy corta, seis años, se dijo, pues después de la derrota francesa en la batalla de Leipzig, en 1813, el reino fue disuelto, previamente, en 1806, mi hermano Jerónimo tuvo una destacada victoria en la campaña naval contra los ingleses, por lo que le otorgué los nombramientos de contraalmirante y príncipe imperial de Francia y más adelante participó con un decisivo triunfo militar, al conquistar para el imperio la región de Silesia.
Si bien durante su reinado no tuvo el cariño de su pueblo, pues despilfarraba los recursos públicos, concluyó en sus reflexiones, juntos le dimos a Westfalia una constitución, el sistema métrico decimal, abolimos la servidumbre y lo dotamos del Código Napoleónico.
De pronto, en aquella penumbra de la habitación, un recuerdo lo transformó, poniendo en ebullición todo su mundo interior. El del bello y vigoroso rostro de su madre, María Letizia Ramolino, a quien amaba y admiraba por su inteligencia y por haber sido, en medio de peligros y privaciones, el eje de la familia, y obsesionada por la educación de sus hijos, había logrado hacerlos personas exitosas y de bien.
¿Cómo olvidar que fue ella quien nos imprimió un fuerte sentimiento de unidad familiar y se preocupó por nuestra salud e higiene?
Por eso, se decía, lo menos que pude haber hecho por ella fue concederle el título de “su alteza imperial, madre del emperador” y fijarle una amplia renta, a cargo de la corona, que le permitió adquirir una inmensa fortuna, especialmente en joyas y obras de arte, pues a su decir, era la mejor forma de invertir y poder ocultarla, en caso de que el emperador y el resto de sus hijos cayeran en desgracia.
Además, para ella había escogido y le entregó el bello castillo de Pont-sur-Seine y puso a su disposición un grupo de banqueros y asesores que la ayudaban con sus inversiones.
Entonces, una sensación de plenitud lo invadió y suavemente fue recordando la fina trama que su madre había tejido alrededor de su relación con Josefina de Beauharnais, a la que siempre se opuso, a pesar de que para él, ella era “el amor de su vida” y que, con una clara determinación de rompimiento, no acudió a la ceremonia nupcial, ni permitió que asistieran los hijos que todavía tenía a su cargo.
Ese rompimiento era porque María Letizia consideraba a Josefina “mujer indigna”, pues eran conocidas sus infidelidades cuando Napoleón, por razones de estado, dejaba París. Además y con la idea de no estar junto a ella, ni rendirle honores como emperatriz, también tomó la decisión, contraviniendo la orden de su hijo, de no acudir a la ceremonia de coronación del emperador, con lo que su lugar de honor quedó vacío.
Ahora, pensó, todo eso ha terminado, pues como se demostró que Josefina no puede darme herederos, que son necesarios para legitimar y continuar la dinastía, me he divorciado de ella. Con eso, la reconciliación ha sido completa.
En ese momento su impaciencia por iniciar la batalla lo hizo ver el reloj, que marcaba las cuatro de la mañana. Abrió la ventana y el ruido de las tropas fue llenando la habitación y pudo reconocer el paso de los soldados, los cascos de los caballos y las ruedas de los cañones.
Se vistió y colocándose su bicornio negro se dirigió hacia su destino.